jueves, 30 de abril de 2009

QUINTA OBVIEDAD: Sobre el derecho al trabajo y el paro

El artículo 35 de la Constitución Española dice: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”.

La verdad es que este derecho al trabajo no va más allá de una mera declaración de intenciones o de objetivos, al igual que el derecho a una vivienda digna, a disfrutar de un medio ambiente adecuado y la afirmación de que los poderes públicos realizarán una política orientada al pleno empleo, entre otros objetivos ideales recogidos en la Constitución.

Pero ya de entrada a este derecho al trabajo se le coloca en un segundo escalón, cuando se le sitúa en la Sección 2ª (De los derechos y deberes de los ciudadanos) del Capítulo Segundo, mientras el derecho a la huelga está en la Sección 1ª (De los derechos fundamentales y de las libertades públicas). O sea, que ya nuestra Constitución considera más importante el derecho a la huelga (al no trabajo) que el deber de trabajar y el derecho al trabajo. Me pregunto si el motivo de ello no será que la Constitución fue gestada por políticos con el apoyo de sindicalistas –liberados sindicales, por supuesto-, colectivos ambos que han servido de refugio a muchos que huyen del deber de trabajar y a los que les encanta que les paguen aquellos que han conseguido hacer efectivo su derecho al trabajo.

Y aterrizando desde estas nubes de divagaciones, al poner el pié en la tierra nos encontramos con la brutal cifra de más de cuatro millones de parados en España, de aproximadamente 800.000 personas que se han quedado sin empleo en el primer trimestre del presente año y de más de un millón de familias en las que ninguno de sus miembros es, actualmente, un trabajador en activo.

Obviamente, todo eso es un desastre cuyas proporciones tienden a agrandarse. Y es un desastre similar al registrado en España entre los años 1992 y 1996 y cuya gestión ha sido protagonizada prácticamente por los mismos actores: el partido socialista y el mismo ministro responsable de la Economía, el ínclito Solbes.

Esas circunstancias hacen que difícilmente nuestros actuales gobernantes sean capaces de controlar la crisis y salir de ella. En primer lugar porque fueron incapaces de reconocer o de admitir su proximidad y en segundo lugar –y sobre todo- porque no están tomando las medidas necesarias para acabar con ella.

Probablemente su situación privilegiada les impide percibir la angustia creciente que aqueja a los desempleados a medida que sus opciones de conseguir un nuevo empleo se van frustrando y la prestación que perciben por desempleo se va acabando. ¿Y la desesperación cuando ésta se termina? Nunca olvidaré lo sucedido a un familiar de un amigo durante la crisis anterior: era un economista que ocupaba un alto cargo en una empresa de mediana importancia y que disfrutaba de un estatus social en consonancia con su alto nivel de ingresos. Perdió el empleo y la situación económica general y su edad –unos 50 años- hicieron que conseguir un nuevo trabajo –lo que poco tiempo antes hubiera sido sencillo e inmediato- resultara algo cada vez más difícil. Ello le obligó a ir rebajando sus pretensiones y un día llegó a aceptar un empleo de auxiliar administrativo al que su empleador se refirió con cierta sorna relacionándolo con su curriculum. Cuando regresaba a su casa, abatido en su dignidad y su autoestima, perdió la concentración y el control del coche y su columna vertebral quedó tan quebrantada como su ánimo.

En cualquier caso, las medidas puestas en práctica hasta ahora por el Gobierno de España son puros fuegos de artificio que llevan luz momentánea a la penumbra económica existente, para apagarse rápidamente y sumergirnos en una mayor y más desesperanzadora obscuridad. Los objetivos reales del Gobierno son no perder votos y mantener dopados a los sindicatos con fuertes y frecuentes dosis económicas en vena. Y por eso ha aprobado una subida de aproximadamente 3,5% a los funcionarios –Aznar les congeló el sueldo el primer año de su gobierno- y promete mantener los derechos sociales de los trabajadores, rechazando la propuesta de los empresarios de que se admitan, de manera provisional y mientras dure la crisis, contratos indefinidos con una indemnización de 20 días por año trabajado para el despido improcedente, en lugar de los 45 días actuales –que se mantendrían en los contratos existentes-.

La cuestión es: ¿Cuántos desempleados se sentirían contentos de obtener un contrato indefinido aunque la indemnización prevista en el caso de despido improcedente fuera solo de 20 días? Y si muchos desempleados aceptaran y desearan esa situación, ¿qué derecho tienen Gobierno y sindicatos a impedir que empresarios y trabajadores se pongan de acuerdo y ello se plasme en nuevos contratos indefinidos de trabajo?

Parece obvio que la crisis económica no va a superarse con paños calientes y palabras –Mefistófeles, el diablo, dijo a Fausto: “cuando no tengas ideas procura inventar palabras”-, sino con medidas y cambios estructurales duros y eficaces. Eso es tan obvio como que este Gobierno no sabe cómo resolver la crisis o, si lo sabe porque ve lo que están haciendo en otros países, no tienen la menor intención de tomar las medidas y realizar los cambios que le signifiquen pérdidas de votos o batallas sindicales.

Quizás va a ser que lo que necesita esta crisis es lo mismo que necesitó la anterior, o sea, otro gobierno con criterio, capacidad y decisión de afrontarla y vencerla, aunque ello signifique una dura lucha.

martes, 21 de abril de 2009

CUARTA OBVIEDAD: Sobre la España de las Autonomías

Han transcurrido 30 años desde que la Constitución Española convirtió a España en el Estado de las Autonomías y si bien no es un período largo en los más de 500 años de historia de nuestra Nación, sí es un tiempo lo bastante considerable como para que merezca la pena analizar lo sucedido y el balance que arrojan estos años de la nueva España constitucional.
Empezando por éste, resumámoslo respondiendo a la siguiente pregunta: ¿Es la España de hoy más igualitaria, conexionada y solidaria que lo era en 1977? Obviamente no. La antigua solidaridad interregional ha sido sustituida por la pugna por meter lo mas posible la mano en la caja general para sacar y lo mínimo para meter, basándose en supuestos hechos diferenciales o en antiguos derechos fuera de tiempo y ya amortizados.
Las consecuencias de esa pugna son un distanciamiento entre las comunidades de nuestro país y diferencias sensibles entre ellas y sus habitantes.
Y el caso es que la Constitución Española parece garantizar esa necesaria conexión, cuando en su artículo 2 dice que “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”. Y el artículo 137.1 establece que “El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español…”. Y el 137.2 dice que “Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales”. Pero el mismo artículo 2 incluía un elemento disgregador y destructor cuando seguía “….y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran….”. Este error, este inmenso error de la introducción del término “nacionalidades”, en 1978 se consideró una concesión intranscendente a los partidos nacionalistas, para tratar de satisfacerles y atraerles a la aprobación de la nueva Constitución –lo que no evitó que el PNV propugnara la abstención en el referéndum de diciembre 1978 para su aprobación-.
El hecho es que, sobre esas bases se constituyó el Estado de las Autonomías, algo que nadie sabe qué es, aunque en apariencia pretendía ser una especie de Estado Regional, intermedio entre un Estado centralizado y un Estado Federal –peligroso por el derecho intrínseco a la autodeterminación de los Estados miembros- y muy alejado del Estado Confederal –con un Gobierno central aún mas débil y unos Estados asociados potencialmente mas soberanos que en el caso del Estado Federal-.
Pero la situación se ha salido del cauce pretendido por unos y se ha desbordado en la línea esperada por otros. En la actualidad, además de importantes desequilibrios económicos que, casualmente, priman a las autonomías mas nacionalistas, la autonomía vasca ha conseguido imponer el término ”País” en su denominación, la catalana “Nación” –concepto discutido y discutible según el Presidente del Gobierno, ¿?- y la andaluza juega con “realidad nacional” y “nacionalidad” en el suyo reciente. De modo que la España para hablar de la cual, hasta no hace mucho, utilizábamos indistintamente los términos Nación, País o Estado, apenas se ha quedado con este último en exclusiva. Y ya veremos por cuánto tiempo.
Bueno, y considerando que treinta años de numerosas y sucesivas concesiones a los nacionalistas nos han conducido a una situación de desequilibrio, desigualdad e insolidaridad, a una probable disgregación a la que avanzamos a una velocidad centrífuga cada vez mayor, ¿qué debería hacerse para evitarlo? En mi opinión, la parada y marcha atrás que propugnaba Ortega en 1932, cuando llegó a su límite con el Estatuto de Autonomía de Cataluña y renunció a su escaño de diputado. ¿Y cómo se hace eso? Consideremos algunas posibles acciones:
-Dado que las medidas a tomar implican cambios constitucionales, estos podrían adoptarse tras mayoría absoluta en el Senado, de dos tercios en el Congreso y posterior referéndum. Sería fácil obtener estas mayorías si los dos partidos mayoritarios llegaran a un acuerdo. ¿Por qué no? Ya lo han hecho para desalojar del gobierno vasco a los nacional-separatistas del PNV.
-Nuestro actual sistema electoral ha permitido que los partidos nacionalistas obtuvieran un número de diputados que, cuando ninguno de los partidos nacionales obtenía mayoría absoluta, les colocaba en una situación privilegiada que les permitía vender muy caros los apoyos. El problema es que el artículo 68.2 de la Constitución marca la provincia como circunscripción electoral, lo que permite que, por ejemplo, tomando como referencia las últimas elecciones generales, IU obtuviera solo 5 escaños con 1.296.532 votos, mientras que EAJ-PNV conseguía 7 con 417.154 votos, ERC 8 con 649.999 y CIU 10 con 829.046. Ello es manifiestamente injusto y consagra la desigualdad entre los votantes. Obviamente, la solución lógica es la circunscripción electoral única para las elecciones al Congreso de los Diputados, probablemente complementada por un porcentaje mínimo, a determinar entre 3 y 5%, necesario para la adjudicación de representación.
Naturalmente, los nacionalistas siempre podrían unirse en una nueva Galeuzca, como la de 1933 o la de la Declaración de Barcelona de 1988, firmada por CIU, PNV y BNG. Pero habría que ver si sus respectivos egoísmos individuales les permitirían plantear una posición única y si estaban dispuestos a mantener una confrontación abierta, a cara de perro, con el resto de España.
La provincia como circunscripción electoral podría mantenerse para las elecciones al Senado, dada la condición de Cámara territorial de este.
-En el ámbito electoral, otro cambio sería la sustitución de las actuales listas cerradas en las elecciones al Congreso de los Diputados por listas abiertas. De ese modo, se conseguirían mayorías mas claras en los temas de interés general, porque los diputados tendrían que considerar también este y no solo las consignas de su partido.
-Naturalmente, otra medida sería la supresión del término “nacionalidades del artículo 2 de la Constitución.
-Para que no queden dudas al respecto de que España es una sola nación, una ley debería dejar claro que ningún partido puede denominarse “Nacionalista”, porque eso indica claramente que su objetivo primordial es el establecimiento de una nueva nación.
-Asimismo, serían eliminadas todas las denominaciones de País, Nación o Nacionalidad de los respectivos Estatutos de Autonomía.
-El Estado recuperaría las competencias básicas en enseñanza, que se ejercería en cada Autonomía con respeto a la lengua de todos y a la autóctona si la hubiera.
-La administración hacendística de cada Autonomía no puede basarse en, como antes decíamos, supuestos hechos diferenciales o en antiguos derechos fuera de tiempo y ya amortizados. El sistema debe rehacerse desde un punto de vista actual y práctico y con los criterios de igualdad, solidaridad y eficacia como objetivos primordiales.
-Por supuesto, mucho de lo anterior provocaría rechazos. Convendría que nuestros gobernantes enmarcaran y tuvieran muy a la vista el artículo 155 de la Constitución: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar, las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la aprobación del citado interés general”

Probablemente todo lo anterior suena a utopía. La cuestión es: ¿mejoraría o no la situación en España si esas medidas se llevaran a cabo?

TERCERA OBVIEDAD: Sobre el agua

Que el agua es un bien escaso y que lo es en particular en algunas zonas de España, es tan obvio como que, dada su escasez, se debería aprovechar al máximo la disponible. Si esto es así, ¿porqué hay tanta gente que se opone a los trasvases y propugna resolver el problema mediante desaladoras? Y eso que, usando de una lógica elemental, parece que dejar que el agua dulce llegue al mar en un punto, convirtiéndose en agua salada y coger esta a algunos kilómetros de distancia y tratarla para hacerla dulce, no es una idea muy luminosa.
Que yo sepa, la primera personalidad relevante que en la España constitucional se pronunció a favor de los trasvases fue Josep Borrel, quien en 1995 –entonces era José Borrel- dijo tajantemente que “no es posible una solución al problema del agua en España que excluya los trasvases” y escribió una carta al entonces Ministro de Industria, Eguiagaray, argumentando a favor de los trasvases y en contra de las desaladoras, por calidad del agua, coste e impacto ambiental negativo en el caso de estas, dado su alto coste energético y el problema de la eliminación de los residuos. Y por entonces Borrel era ministro de Medio Ambiente y otras cosas –y Cristina Narbona, a quien Zapatero puso en ese ministerio para hacer todo lo contrario, la Secretaria de Estado, su número dos-.
Pero quizás estoy cometiendo un error al hablar de trasvases, porque, pensándolo bien, la oposición ha sido verdaderamente a un solo trasvase: el del Ebro, el río más caudaloso de España. Y los mismos que se han opuesto a éste han propuesto realizar uno desde el Ródano –río que desemboca en el Mediterráneo en el golfo de Lyon, no muy lejos de Marsella- y recientemente proponen realizar uno desde Extremadura, en sustitución del actual Tajo-Segura que se realiza desde La Mancha.
El trasvase del Ebro era la estrella en el Plan Hidrológico Nacional (PHN) 2001 del gobierno Aznar e incluía la realización de trasvases desde la desembocadura del Ebro a las provincias de Barcelona, Castellón, Valencia, Alicante, Murcia y Almería, así como obras para conseguir una más racional, conducción, almacenamiento y distribución de agua en Aragón. Pero pese a concordar con las ideas que muchos socialistas defendían en los años 90 en los que gobernaban España, el PSOE se opuso al trasvase del Ebro que se incluía en el PHN 2001 y, por extensión, a este. Y a ese rechazo se sumaron partidos nacionalistas y regionalistas. Y cuando los socialistas recuperaron el Gobierno de España derogaron el PHN 2001. ¿Por qué tanta y tan dura oposición al trasvase del Ebro? Consideremos los distintos rechazos:
-Hubo una fuerte oposición de los ecologistas, fundamentada sobre todo en el hecho de que el trasvase implicaría una escasez de agua en el delta del Ebro que acabaría con su ecosistema. Nada más lejos de la realidad. El trasvase partía de la consideración de que 100 m³/s de vertidos al mar a través del delta garantizarían con seguridad el mantenimiento de este, o sea, aproximadamente 3.150 Hm³/año. Dado que el PHN 2001 preveía un trasvase total aproximado inferior a 1.100 Hm³/año –siempre y cuando el año hidrológico lo permitiera- y que el caudal anual desembocado pocas veces es inferior a 8.000 Hm³/año, claramente puede colegirse que el trasvase del Ebro era ecológicamente factible.
-El rechazo del PSOE fue continuación del que mantuvieron cuando estaban en la oposición, si bien cuando llegaron nuevamente al gobierno nacional, mientras derogaban el trasvase y lo sustituían por desaladoras, daban a la Generalitat los 649 millones de euros que figuraban en el PHN 2001 para obras hídricas en Cataluña. Y el pasado año, cuando la sequía afectó seriamente a Barcelona y su provincia, se comenzó a montar una tubería de 500 mm de diámetro que, recorriendo 62 km, llevaría agua del Ebro desde Tarragona a Barcelona. Claro que el Gobierno no lo denominaba trasvase, sino “aporte o captación puntual”.
-Un caso curioso por lo que tiene de desinformación y demagogia es el de Aragón y su rechazo prácticamente general al trasvase del Ebro –solo los populares eran partidarios , pero se vieron arrollados por la marea del rechazo y la sangría de votos que sufrieron les obligó a doblegarse-. De nada sirvieron las obras hídricas que Aragón necesitaba y que se contenían en el PHN 2001. Socialistas, IU, el PAR y la Chunta Aragonesista lo rechazaron frontalmente. Incluso Labordeta, de esta última, llegó a decir que el trasvase era un expolio para Aragón. Y el hecho era que la toma para el trasvase iba a realizarse en Tarragona, después de que el Ebro hubiera abandonado Aragón. Un día, hace tiempo, recorriendo el largo puente que llega a Lisboa sobre el estuario del Tajo, se me ocurrió que el rechazo de Aragón al trasvase era un sin sentido similar al que sería si los portugueses decidieran trasvasar agua desde el estuario del Tajo a los distritos de Setúbal y de Beja y los toledanos se negaran a que se llevara a cabo.
-Y queda el rechazo de los nacionalistas y separatistas catalanes. La cuestión es si su negativa se debe solo a egoísmo e insolidaridad o si hay algo más. Personalmente creo que sí lo hay: aquellos que tienen como objetivo una nación separada de España, integrada por Els Països Catalans y, naturalmente, comandada por Cataluña, saben que a eso nunca se llegará con una región valenciana económicamente fuerte. Y en los últimos años la autonomía valenciana ha crecido tanto que solo parece faltarles el agua para llegar casi a mirar por encima del hombro a Cataluña.
Para concluir, creo que es obvio que el Estado de las Autonomías debe sustentarse en el principio de solidaridad, que obliga a que los que más tienen den a los que tienen menos, sobre todo cuando, como en el caso del agua, si el excedente no se da se desperdicia.
Obviamente eso implica que, en mi opinión, el trasvase del Ebro debería realizarse por decisión del Gobierno del Estado. Y para que no haya discusiones al respecto, la ley debe dejar claro que solo el Estado tiene competencia en este tipo de decisiones que afectan a varias autonomías.

SEGUNDA OBVIEDAD: Sobre la justicia

En la Edad Moderna, primero fue Locke, quien en la segunda mitad del siglo XVII abogaba por el parlamentarismo y una clara división entre el poder ejecutivo y el legislativo. Cincuenta años mas tarde, mas o menos, Montesquieu –el del Espíritu de las Leyes-, en la senda del liberalismo moderno de Locke, establecía un tercer poder que elevaba al nivel de los otros dos: el judicial.
Sobre estos tres poderes como sólidos pilares debía elevarse el edificio del Estado en un estable equilibrio.
El problema es cuando uno o dos de estos pilares son más débiles que el restante, o todos se juntan fundiéndose en uno solo y creando una amenazante inestabilidad. Y a eso hemos llegado en España.
El poder legislativo está prácticamente sometido al ejecutivo y el Parlamento es solo el lugar donde los líderes exponen sus posiciones políticas mirando de reojo a las cámaras de televisión y los restantes silentes parlamentarios se limitan a apretar el botón que les indiquen.
¿Y el poder judicial? Si se mira la Constitución Española, la verdad es que una criatura concebida bajo tan buenos auspicios debería gozar de muy buena salud:
-En el Artículo 1.1 la justicia se propugna como un valor superior.
-En el Artículo 24.2 se dice que todos tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas.
-En el Artículo 117.1 se dictamina que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.
-En el Artículo 117.5 se establece el principio de unidad jurisdiccional como base de la organización y funcionamiento de los tribunales.
-En el Artículo 120.3 se dice que las sentencias serán siempre motivadas.
-Y, por último, en el Artículo 122.3 se determina la composición del Consejo General del Poder Judicial –órgano rector de la judicatura-, que estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado.
Así pues, todo parecía estar establecido para garantizar el buen funcionamiento y la independencia del poder judicial. Pero el cumplimiento de este último artículo era vital: dos quintas partes del Consejo General del Poder Judicial –cúpula del edificio de la justicia- serían nombrados a propuesta del poder legislativo y del espíritu y la redacción del artículo se desprendía que tres quintas partes –la mayoría- lo serían a propuesta de la judicatura en la forma en que se establecería por ley orgánica. Esta mayoría propiciaría la independencia del poder judicial, manteniéndole al margen de los cambios que pudieran producirse en los otros poderes.
Pero no fue así. Pocos años después del nacimiento de la Constitución, un ejecutivo con mayoría absoluta, realizando una interpretación torticera de la misma, dictaminó que dado que los poderes del Estado emanan del pueblo, la representación de este en el Parlamento debía ser quien nominara los citados doce miembros del Consejo. Y con ello se cercenó la posibilidad de separación del poder judicial –Montesquieu ha muerto, Alfonso Guerra dixit-.
Y además se implantó un tercer turno que permitía nombrar jueces a abogados y juristas sin pasar por una oposición, lo que propició jueces agradecidos con quienes les nombraban y no necesariamente capaces.
Y a partir de ahí todo ha ido degenerando hasta la actual situación. La justicia está tan politizada que cuando algún tema llega al Tribunal Constitucional, puede aventurarse cuál será el fallo en función de la posición al respecto de los partidos políticos a propuesta de los cuales fueron elegidos los miembros del Tribunal que juzgan.
Y algunas autonomías pretenden que sus Tribunales Superiores de Justicia sean para ellos la última instancia judicial.
Y como lo más importante ahora es el control y no la eficacia, la justicia está atrasada, anquilosada, falta de efectivos y de recursos, desorganizada y desmotivada. Y las dilaciones indebidas se alargan hasta convertirse en retrasos injustificables. Y la motivación razonada y razonable de las sentencias está ausente en muchas de ellas. Y, como si la gran acumulación de causas en los juzgados no fuera suficiente, además se ha otorgado a nuestros jueces la posibilidad de encausar a extranjeros por delitos cometidos fuera de España aunque no afecten a españoles. Y la justicia está seriamente afectada de un corporativismo “asimétrico” que le hace comportarse en ocasiones como un feroz depredador –por ejemplo con Gómez de Liaño- y otras veces con extremada consideración –como con el juez Garzón-. Y, en fin, la justicia ya casi nunca es justa.
Por lo tanto, resulta obvio que es necesario, indispensable, despolitizar la justicia, propiciar y garantizar su independencia y proporcionarle la estructura, organización y medios humanos y materiales adecuados que la hagan eficaz.

PRIMERA OBVIEDAD: Sobre la lengua

Quiero aclarar que el orden de prelación no es indicativo de orden de importancia o prioridad. Puede ser simplemente una cuestión de oportunidad. En este caso quiero hablar del español, porque es precisamente la lengua en la que me estoy expresando, mi lengua.
En el Preámbulo de la Constitución Española se habla de “Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”.
En el artículo 3.1 de la misma se dice: “El castellano es la lengua oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”.
De acuerdo con ello y con lo que es normal y lógico en todos los países de nuestro entorno, es obvio que todo español debería tener el derecho a usar la lengua oficial del Estado en cualquier lugar de España. Pues el hecho anormal e ilógico es que no es así:
-Hay lugares en España donde rotular el nombre de un establecimiento en esa lengua es sancionado con multa.
-Hay lugares en España donde no se puede recibir la educación en esa lengua.
-Hay lugares en España donde esa lengua está siendo perseguida y erradicada.
¿Cómo hemos llegado a eso y cómo es posible que se haya llegado a esa situación sin que se hayan conmovido hasta sus cimientos la justicia y todos los estamentos de la sociedad española?
Para mí que a la situación actual se ha llegado de una manera progresiva a través de una sucesión de hechos aceptados mas o menos importantes, ninguno quizás con la suficiente importancia como para provocar una rebelión, promovidos y negociados por los políticos y trasegados sin saborear por una sociedad a la que se ha conducido al abandono de conceptos absolutos e instalado en la mas absoluta relativización.
Un claro ejemplo es la pelea sostenida y ganada por los nacionalistas para denominar la lengua oficial del Estado, que ya en la propia Constitución es llamada “castellano” –y no “español”-, denominación que se ha extendido y generalizado en España. El objetivo era claro, decir “español” es referirse a una lengua importante, la lengua hablada como vernácula por más de 400 millones de personas en el mundo. Es difícil tratar de poner a su altura a otras lenguas, también oficiales en España, pero que, todas juntas, son habladas, a lo sumo, por 8 millones de personas. Por lo tanto, lo que había que hacer era reducir su denominación a algo que sonara local: “castellano”, o sea, algo que no suena a general, sino como propio de una zona, similar a catalán o vasco o incluso gallego.
Pero como decía Cela, “el castellano es el bellísimo español que se habla en Castilla” y a nuestra lengua común solo se le llama así en España. Entre ingleses se referirían a ella como “spanish”, entre franceses como “espagnol”, entre portugueses como “espanhol”, entre italianos como “spagnolo”, entre alemanes como “spanisch” y de manera más o menos similar en todos los idiomas del mundo, siempre con el significado de español. Nunca se referirían a ella como castellano. Pero en España sí. Y los nacionalistas la minimizan y la colocan detrás de la que entienden como única lengua propia y hacen lo posible por desarraigarla, sin que ni siquiera se den cuenta los que lo hacen de que están privando a sus propios hijos de una ventaja que ellos sí tienen: la de ser bilingües. Además de hacerles incumplir “el deber de conocerla” –la lengua oficial del Estado- que figura en la Constitución.
Y el Estado español lo permite, lo acepta, e incluso en los presupuestos de este año hay partidas especiales destinadas a las comunidades con lengua propia, dinero que van a emplear fundamentalmente en eliminar el español en su Autonomía.
Pues me niego. Y reclamo como obvio el derecho de todos a utilizar el español en cualquier Comunidad de las que componen España sin ser perseguido por ello y de recibir educación en español si así lo requiere. Exijo una situación similar a la de Francia, en la que también existen lenguas regionales –catalán, vascuence, bretón y corso- las cuales pueden ser enseñadas en sus respectivas regiones de origen, pero en modo alguno pueden ser impuestas, ni en lugar del francés ni adicionalmente al mismo.