En la Edad Moderna, primero fue Locke, quien en la segunda mitad del siglo XVII abogaba por el parlamentarismo y una clara división entre el poder ejecutivo y el legislativo. Cincuenta años mas tarde, mas o menos, Montesquieu –el del Espíritu de las Leyes-, en la senda del liberalismo moderno de Locke, establecía un tercer poder que elevaba al nivel de los otros dos: el judicial.
Sobre estos tres poderes como sólidos pilares debía elevarse el edificio del Estado en un estable equilibrio.
El problema es cuando uno o dos de estos pilares son más débiles que el restante, o todos se juntan fundiéndose en uno solo y creando una amenazante inestabilidad. Y a eso hemos llegado en España.
El poder legislativo está prácticamente sometido al ejecutivo y el Parlamento es solo el lugar donde los líderes exponen sus posiciones políticas mirando de reojo a las cámaras de televisión y los restantes silentes parlamentarios se limitan a apretar el botón que les indiquen.
¿Y el poder judicial? Si se mira la Constitución Española, la verdad es que una criatura concebida bajo tan buenos auspicios debería gozar de muy buena salud:
-En el Artículo 1.1 la justicia se propugna como un valor superior.
-En el Artículo 24.2 se dice que todos tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas.
-En el Artículo 117.1 se dictamina que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.
-En el Artículo 117.5 se establece el principio de unidad jurisdiccional como base de la organización y funcionamiento de los tribunales.
-En el Artículo 120.3 se dice que las sentencias serán siempre motivadas.
-Y, por último, en el Artículo 122.3 se determina la composición del Consejo General del Poder Judicial –órgano rector de la judicatura-, que estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado.
Así pues, todo parecía estar establecido para garantizar el buen funcionamiento y la independencia del poder judicial. Pero el cumplimiento de este último artículo era vital: dos quintas partes del Consejo General del Poder Judicial –cúpula del edificio de la justicia- serían nombrados a propuesta del poder legislativo y del espíritu y la redacción del artículo se desprendía que tres quintas partes –la mayoría- lo serían a propuesta de la judicatura en la forma en que se establecería por ley orgánica. Esta mayoría propiciaría la independencia del poder judicial, manteniéndole al margen de los cambios que pudieran producirse en los otros poderes.
Pero no fue así. Pocos años después del nacimiento de la Constitución, un ejecutivo con mayoría absoluta, realizando una interpretación torticera de la misma, dictaminó que dado que los poderes del Estado emanan del pueblo, la representación de este en el Parlamento debía ser quien nominara los citados doce miembros del Consejo. Y con ello se cercenó la posibilidad de separación del poder judicial –Montesquieu ha muerto, Alfonso Guerra dixit-.
Y además se implantó un tercer turno que permitía nombrar jueces a abogados y juristas sin pasar por una oposición, lo que propició jueces agradecidos con quienes les nombraban y no necesariamente capaces.
Y a partir de ahí todo ha ido degenerando hasta la actual situación. La justicia está tan politizada que cuando algún tema llega al Tribunal Constitucional, puede aventurarse cuál será el fallo en función de la posición al respecto de los partidos políticos a propuesta de los cuales fueron elegidos los miembros del Tribunal que juzgan.
Y algunas autonomías pretenden que sus Tribunales Superiores de Justicia sean para ellos la última instancia judicial.
Y como lo más importante ahora es el control y no la eficacia, la justicia está atrasada, anquilosada, falta de efectivos y de recursos, desorganizada y desmotivada. Y las dilaciones indebidas se alargan hasta convertirse en retrasos injustificables. Y la motivación razonada y razonable de las sentencias está ausente en muchas de ellas. Y, como si la gran acumulación de causas en los juzgados no fuera suficiente, además se ha otorgado a nuestros jueces la posibilidad de encausar a extranjeros por delitos cometidos fuera de España aunque no afecten a españoles. Y la justicia está seriamente afectada de un corporativismo “asimétrico” que le hace comportarse en ocasiones como un feroz depredador –por ejemplo con Gómez de Liaño- y otras veces con extremada consideración –como con el juez Garzón-. Y, en fin, la justicia ya casi nunca es justa.
Por lo tanto, resulta obvio que es necesario, indispensable, despolitizar la justicia, propiciar y garantizar su independencia y proporcionarle la estructura, organización y medios humanos y materiales adecuados que la hagan eficaz.
martes, 21 de abril de 2009
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