jueves, 30 de abril de 2009

QUINTA OBVIEDAD: Sobre el derecho al trabajo y el paro

El artículo 35 de la Constitución Española dice: “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo”.

La verdad es que este derecho al trabajo no va más allá de una mera declaración de intenciones o de objetivos, al igual que el derecho a una vivienda digna, a disfrutar de un medio ambiente adecuado y la afirmación de que los poderes públicos realizarán una política orientada al pleno empleo, entre otros objetivos ideales recogidos en la Constitución.

Pero ya de entrada a este derecho al trabajo se le coloca en un segundo escalón, cuando se le sitúa en la Sección 2ª (De los derechos y deberes de los ciudadanos) del Capítulo Segundo, mientras el derecho a la huelga está en la Sección 1ª (De los derechos fundamentales y de las libertades públicas). O sea, que ya nuestra Constitución considera más importante el derecho a la huelga (al no trabajo) que el deber de trabajar y el derecho al trabajo. Me pregunto si el motivo de ello no será que la Constitución fue gestada por políticos con el apoyo de sindicalistas –liberados sindicales, por supuesto-, colectivos ambos que han servido de refugio a muchos que huyen del deber de trabajar y a los que les encanta que les paguen aquellos que han conseguido hacer efectivo su derecho al trabajo.

Y aterrizando desde estas nubes de divagaciones, al poner el pié en la tierra nos encontramos con la brutal cifra de más de cuatro millones de parados en España, de aproximadamente 800.000 personas que se han quedado sin empleo en el primer trimestre del presente año y de más de un millón de familias en las que ninguno de sus miembros es, actualmente, un trabajador en activo.

Obviamente, todo eso es un desastre cuyas proporciones tienden a agrandarse. Y es un desastre similar al registrado en España entre los años 1992 y 1996 y cuya gestión ha sido protagonizada prácticamente por los mismos actores: el partido socialista y el mismo ministro responsable de la Economía, el ínclito Solbes.

Esas circunstancias hacen que difícilmente nuestros actuales gobernantes sean capaces de controlar la crisis y salir de ella. En primer lugar porque fueron incapaces de reconocer o de admitir su proximidad y en segundo lugar –y sobre todo- porque no están tomando las medidas necesarias para acabar con ella.

Probablemente su situación privilegiada les impide percibir la angustia creciente que aqueja a los desempleados a medida que sus opciones de conseguir un nuevo empleo se van frustrando y la prestación que perciben por desempleo se va acabando. ¿Y la desesperación cuando ésta se termina? Nunca olvidaré lo sucedido a un familiar de un amigo durante la crisis anterior: era un economista que ocupaba un alto cargo en una empresa de mediana importancia y que disfrutaba de un estatus social en consonancia con su alto nivel de ingresos. Perdió el empleo y la situación económica general y su edad –unos 50 años- hicieron que conseguir un nuevo trabajo –lo que poco tiempo antes hubiera sido sencillo e inmediato- resultara algo cada vez más difícil. Ello le obligó a ir rebajando sus pretensiones y un día llegó a aceptar un empleo de auxiliar administrativo al que su empleador se refirió con cierta sorna relacionándolo con su curriculum. Cuando regresaba a su casa, abatido en su dignidad y su autoestima, perdió la concentración y el control del coche y su columna vertebral quedó tan quebrantada como su ánimo.

En cualquier caso, las medidas puestas en práctica hasta ahora por el Gobierno de España son puros fuegos de artificio que llevan luz momentánea a la penumbra económica existente, para apagarse rápidamente y sumergirnos en una mayor y más desesperanzadora obscuridad. Los objetivos reales del Gobierno son no perder votos y mantener dopados a los sindicatos con fuertes y frecuentes dosis económicas en vena. Y por eso ha aprobado una subida de aproximadamente 3,5% a los funcionarios –Aznar les congeló el sueldo el primer año de su gobierno- y promete mantener los derechos sociales de los trabajadores, rechazando la propuesta de los empresarios de que se admitan, de manera provisional y mientras dure la crisis, contratos indefinidos con una indemnización de 20 días por año trabajado para el despido improcedente, en lugar de los 45 días actuales –que se mantendrían en los contratos existentes-.

La cuestión es: ¿Cuántos desempleados se sentirían contentos de obtener un contrato indefinido aunque la indemnización prevista en el caso de despido improcedente fuera solo de 20 días? Y si muchos desempleados aceptaran y desearan esa situación, ¿qué derecho tienen Gobierno y sindicatos a impedir que empresarios y trabajadores se pongan de acuerdo y ello se plasme en nuevos contratos indefinidos de trabajo?

Parece obvio que la crisis económica no va a superarse con paños calientes y palabras –Mefistófeles, el diablo, dijo a Fausto: “cuando no tengas ideas procura inventar palabras”-, sino con medidas y cambios estructurales duros y eficaces. Eso es tan obvio como que este Gobierno no sabe cómo resolver la crisis o, si lo sabe porque ve lo que están haciendo en otros países, no tienen la menor intención de tomar las medidas y realizar los cambios que le signifiquen pérdidas de votos o batallas sindicales.

Quizás va a ser que lo que necesita esta crisis es lo mismo que necesitó la anterior, o sea, otro gobierno con criterio, capacidad y decisión de afrontarla y vencerla, aunque ello signifique una dura lucha.

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